EL LIBRO
INFANTIL EN LAS VANGUARDIAS RUSAS. 1917-1945 En los años posteriores a la Revolución de Octubre, el gobierno bolchevique asumió la idea de que los niños eran los depositarios y garantes del ambicioso y utópico proyecto de transformación política, económica, social y cultural que la sociedad rusa había iniciado en 1917. Ellos eran los hijos de la revolución (y, por tanto, aquellos que realmente podrían beneficiarse de los frutos que se estaban comenzando a sembrar), y el porvenir de ésta estaba en sus manos. En ese contexto, la literatura infantil adquirió una importancia primordial, incluso se desarrolló como una rama específica de la poderosa industria editorial puesta en marcha por el nuevo régimen socialista. Las editoriales estatales lanzaban tiradas de más de 100.000 ejemplares que se distribuían a precios muy asequibles por todas las repúblicas soviéticas. A su vez, los libros se sometían a la supervisión de pedagogos e incluso se rectificaban en función de la reacción de los niños. Fue una época de entusiasmo y optimismo en la que el gobierno revolucionario supo integrar los postulados estéticos de las vanguardias y aprovecharse de su ímpetu creativo. De este modo, se produjo una alianza, tan efímera como fecunda, entre la escena artística más inquieta e innovadora de la Rusia post-zarista y el nuevo poder político. Herederos de una rica tradición literaria y coetáneos al auge de los movimientos de vanguardia que convirtieron a Rusia en uno de los epicentros de la creatividad artística de la época, los libros infantiles que realizaron entre 1917 y mediados de los años 40 ilustradores y pintores como Tatlin, Lapshin, Konashevich o Lebedev en estrecha colaboración con poetas y escritores como Bianki, Chukovski o Marchak, se caracterizaron tanto por la originalidad y calidad de sus dibujos y textos -ya fueran obras nuevas o adaptaciones de poemas y cuentos tradicionales- como por la perfección técnica de su acabado editorial. Eran libros cuidadosamente diseñados (elaborados con los procedimientos de reproducción más avanzados de la época), con una tipografía dinámica (deudora del constructivismo), un uso expresivo del color y abundantes recursos visuales. En todo momento, estos ilustradores y poetas fueron conscientes de que a través de los libros infantiles estaban contribuyendo a formar la mirada y el gusto de los niños. Es decir, educando a los ciudadanos del futuro, a los hijos de la revolución. En este sentido, en un artículo publicado en 1931 por la revista Libertad para Rusia se aseguraba que la URSS era el primer país ("desde que el mundo es mundo") que se había tomado en serio a sus hijos: "Cuando un niño cruza la calle en Inglaterra, todo se detiene; en Rusia, todo se mueve". Pero toda esta ebullición creativa se fue desactivando con la ascensión de Stalin a la cúpula del aparato gubernamental. El Estado soviético se hizo cada vez más totalitario y rígido, y su élite burocrática impuso un rechazo frontal a toda clase de propuesta artística que no se ajustara a las directrices estéticas del llamado Realismo Socialista. Para ello recurría a un argumento tan simple como contundente: esas propuestas transmitían ideales burgueses que deformaban y mutilaban la mentalidad de los ciudadanos y horadaban su moral revolucionaria. Numerosos artistas y poetas tuvieron que exiliarse (Marina Tsvetaeva, Natalia Chelpanova...), mientras otros fueron encarcelados o, como Maiakovski, terminaron suicidándose. Aunque la represión estalinista también afectó a los autores de literatura infantil, los libros para niños, al ser más proclives a la fantasía y al humor (lo que les permitía desvincularse de referentes reales y sortear, con más facilidad, la censura), se convirtieron en una especie de refugio creativo para muchos escritores y pintores soviéticos que no pudieron -o quisieron- emigrar.
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